domingo, 21 de junio de 2015

Una guerrillera y un policía enamorados

Una guerrillera y un policía enamorados

  • ilustración Esteban parís
    ILUSTRACIÓN ESTEBAN PARÍS
POR JAVIER ALEXANDER MACIAS | PUBLICADO HACE 20 HORAS
EN DEFINITIVA
En medio del conflicto surgen historias de amor y reconciliación de personas en apariencia separadas por sus roles. La exguerrillera y el policía activo son un ejemplo.
Si no fuera porque el día de su fuga se voló otro guerrillero, Maritza* no contaría hoy su historia sentada en su casa en ese barrio alto de Medellín, donde la vista perpendicular hacer ver las otras casas, las de abajo, tan empinadas, que parecen rodar por la ladera.
Su casa no es grande. Es apenas un recuadro de paredes blanqueadas, con uno que otro retoque de color para darle vida a un muro carcomido por la humedad amarillenta que amenaza regarse por toda la vivienda. Y el techo no es tan alto, cabe un hombre de pie, pero al entrar debe agacharse para no toparse con el número de la puerta en la frente. En la sala hay un crucifijo, lo demás, son fotografías de ella y su esposo, y un montón de cartas pegadas sobre tablas—algunas también amarillentas— que le recuerdan lo bonito de haberse enamorado.
Maritza está sentada junto a la cocina. Tiene el cabello largo y ojos pequeños. En su mano izquierda tiene un rasguño ganado en una tarde de combates. La bala rozó la piel oscura pero no penetró, y le dejó una cicatriz de carne recogida en el antebrazo. Junto a la olla humeante, toma una foto y la apoya contra su pecho.
—Nadie manda en el corazón, dice.
En el retrato, un hombre de uniforme verde oliva le sonríe siempre. —Es Orozco, cuenta Maritza, el amor de mi vida.
***
El 22 de marzo del 2008, Orozco*, un cabo de la Sijín curtido en labores de inteligencia policial, llegó hasta un lejano municipio del Meta con la misión de encontrar el campamento del comandante militar más temido de las Farc: Jorge Briceño Suárez, alias “el Mono Jojoy”. Apareció en un carro destartalado, con cachivaches y menjurjes amarrados en las ventanas y puertas. Ese primer día ofreció botas de caucho y machetes a los tenderos de la región. Nadie entendía como en ese pueblo hundido en el abandono estatal, un paisa fuera a venderles objetos que conseguían a la vuelta de la esquina. Le montaron guardia. La guerrilla le vigiló cada paso de su cacharro.
Llegó vestido a lo “camaján”. Necesitaba meterse en lo más profundo del Bloque Noroccidental de las Farc. —Me acuerdo que me puse una camisilla y unos pantalones cortos y unos mocasines. Ese día en la tienda les hablé de cómo hacer durar más las baterías para los radios—, relata. Se los ganó con ese cuento, y con otros trucos de mecánica aprendida en la Policía.
Se hospedó en un hotel de La Macarena cuya dueña le cocía platos diferentes al “Mono”. —Ese man le mandaba a hacer en una semana hasta 200 tamales que luego repartía en la población—, cuenta. A los tres días de estar en el pueblo vio llegar hasta la sala del hospedaje una mujer morena, de ojos pequeños y estatura mediana. Y la vio a la semana siguiente, y dos semanas después.
Una tarde mientras el cabo Orozco se tomaba un café, la mujer llegó hasta la cafetería. Se sentó al frente. En el tiempo gastado allí no paraba de mirar al agente encubierto. Orozco, experto en vericuetos de seguimientos y fachadas, se le acercó y le preguntó si quería tomarse algo. Le respondió con ínfulas de mujer grande que no se tomaba nada con extraños.
“Me le presenté con mi nombre y apellido de fachada. Le dije que desde esa tarde ya no sería más un extraño, y entonces cada tanto llegaba a montarme guardia y terminábamos era hablando de nosotros. Ella en su fachada de mujer campesina que salía al pueblo a comprar sal y aceite, y yo de vendedor que se ganaba la vida vendiéndole cosas innecesarias a la gente”, cuenta.
Después de varias citas con el cabo Orozco, la altanería de Maritza fue desapareciendo de manera gradual, y hoy, siete años después de aquel episodio, el cabo guarda en su billetera una foto de la negrita que le robó el corazón.
Arreció la guerra...
En el 2008, a dos años de terminar su segundo mandato presidencial, Álvaro Uribe Vélez ordenó arreciar las operaciones militares contra las guerrillas, especialmente las Farc. Debía cumplir su promesa de campaña de entregar un país libre de subversión, y aunque no logró su cometido, si redujo estas estructuras armadas a la mitad. De 19.000 hombres en armas que tuvieron las Farc, la arremetida del gobierno de Uribe las en 8.000, por lo menos eso muestran los registros del Ministerio de Defensa.
Es así como el 1 de marzo de 2008 en una operación denominada Fénix y bajo el bombardeo de su campamento en Ecuador, cayó el segundo máximo jefe fariano: Luis Édgar Devia, alias “Raúl Reyes”. Cuatro meses despúes, el 2 de julio, la excandidata presidencial Ingrid Betancur, tres ciudadanos estadounidenses y 11 policías y militares fueron rescatados de la selva por el Ejército en la operación “Jaque”, y ese año las Farc perdieron otros tres de sus integrantes más importantes: por enfermedad murió el comandante máximo Pedro Antonio Marín, alias “Tirofijo”; es asesinado alias “Iván Ríos” por su escolta personal, alias “Rojas”, quien como prueba entrega una mano de su excomandante; y se desmoviliza alias “Karina”, fortaleza del grupo guerrillero en Antioquia y Caldas.
Ese año, tras la presión militar ejercida, hubo 3.461 desmovilizaciones individuales, fueron capturados 2.252 guerrilleros y muertos en combate 584.
***
Ajenos a esa guerra, en un pueblo de la llanura oriental olvidado por el Estado, el cabo Orozco y la guerrillera Maritza ya sabían todo de sí. Ella sabía que él era un policía infiltrado llegado desde Bogotá para dar con el paradero de “el Mono Jojoy”; y él, que ella era una guerrillera del anillo de seguridad del comandante subversivo. Ella sabía que Orozco era un curtido hombre de inteligencia policial, cuya información conseguida por este había permitido asestarle duros golpes a esa guerrilla en varias regiones del país. Y él sabía que Maritza era una insurgente llegada al grupo a los 15 años y era una de las más expertas en seguimientos a la Fuerza Pública.
Cada uno de ellos recabó en el otro la información necesaria en tardes de seguimientos, conversaciones de café, paseos al río. Ambos tenían la orden de hacerse amigos para saber más del otro y entregarlo a sus respectivos grupos. Ella iría a la cárcel, él sería fusilado en la guerrilla, pero por razones que no entendían ninguno de los dos lo hizo.
Entonces el cabo Orozco cambió su estrategia. Una tarde, después de cinco meses de seguimientos, el policía le habló de desmovilización. La respuesta de ella: “primero muerta”. Diez días después de la propuesta, Maritza le dijo a Orozco que estaba dispuesta a volarse de las Farc.
Un error que le costaría la vida
La noche antes del consejo de guerra Maritza pidió el turno de guardia de la 1:00 a.m. Se acostó en su cambuche a esperar que el centinela llegara a despertarla para cumplir con la vigilancia del campamento. No durmió. Planificó la fuga. Una y otra vez repasó en su mente la ruta de escape, la llegada al río, el escondite en caso de seguimiento y la búsqueda de Orozco en el caserío.
—Yo miraba ese reloj y no corría. Y la verdad yo no quería que amaneciera, no ve que me iban a matar dizque porque yo no había cumplido con los estatutos de la organización, cuenta Maritza.
El episodio al que se refiere la mujer se remonta a agosto del 2008. Para la fecha ya Maritza debería haber entregado el cabo a la guerrilla, y como no lo hizo, le enviaron a alias “Sombra” para que la siguiera. El insurgente, un joven falco, imberbe, de 15 años, con ganas de figurar en el frente, pasó un informe detallado de los encuentros clandestinos entre la subversiva y el policía. “Hasta se reían mucho”, detalla el escrito.
—Me acusaron de traición y eso allá da es fusilada, recuerda.
A la 1:05 llegó el camarada “Arbey”. Le dijo que le tocaba el turno y que pilas con dormirse porque en la zona había visto rondar mucho “chulo” (integrante del Ejército o la Policía). No supo si era cierto o era una indirecta. Maritza se levantó y tomó el fusil. Con 20 minutos de guardia y todo la guerrillerada dormida se fue hasta un barranco. Descendió despacio. Quiso correr, pero la estrechez del camino y la espesura de las ramas se lo impidieron, entonces apuró el paso. No podía salirse del sendero, las minas, el enemigo silencioso, fueron sembradas la noche anterior.
Con 30 minutos de caminata pensó que se encontraba lejos del campamento. Aturdida por el silencio de la noche en la inmensa selva sintió miedo. Veían en los troncos de los árboles las sombras de guerrilleros esperándola.
—Imagínese, yo miraba cada rato para atrás. Sentía pasos y si me cogían ya sí era seguro que me mataban.
Caminó toda la noche hasta que sintió romperse sus dedos por las ampollas de sus pies. Se escondió en la guarida planificada. Detrás de ella, los pasos que tanto temió.
—Hey compañera porqué so voló, susurró la voz desde la oscuridad.
—No ve que me iban a matar, respondió Maritza.
—Lléveme con usted, replicó el hombre. A mí también me quieren tumbar.
Sin terminar de hablar sintieron “la bruja”, un pájaro que habita la selva y hace ruido solo cuando siente la presencia humana. Maritza se agazapó. Desde un alto donde solo se veía el fugitivo, un guerrillero gritó: “Alto ‘Arbey’. Si se mueve le pego un tiro”.
—Y este man no me delató, lo cogieron y no me delató. Es que cuando es pa´uno, es pa´uno, afirma la mujer.
Creció el amor
Las primeras palaras del cabo Orozco a Maritza fueron “bienvenida a la libertad”. Se encontraron en el caserío acordado a las 11:00 a.m. Ella entregó el fusil, un cuaderno con cuentas y rutas del frente, y varias fotos del reclutamiento de menores de edad.
—Nos vemos en Bogotá. Yo también salgo hoy de la zona. No se preocupe, todo va a estar bien, dijo Orozco.
— ¿Y si usted no llega qué?, replicó Maritza.
—Yo te busco, debes estar tranquila, le dijo el policía.
A su llegada a Bogotá, el cabo Orozco buscó a la mujer. La acompañó en su ruta de reintegración por dos años. En cada visita le entregaba una carta —que ahora cuelgan de su pared—, una chocolatina, una rosa. Siempre a escondidas pues según el agente, no es bien visto que un integrante de la Fuerza Pública se “enrede” con una guerrillera.
El amor nació a escondidas. Nació en salidas furtivas a conocer los centros comerciales de Bogotá que Maritza nunca había visto. En idas a Monserrate o a los parques de la capital.
—Me acuerdo cuando le regalé un celular, ella se reía como loca, nunca había visto uno, dice el policía.
—Eso era para que yo lo llamara cada rato, no ve que siempre quería saber de mí, le responde Maritza
Fueron tres años de novios, ahora dos de casados. Algunas noches, cuando él llega cansado de su trabajo, se toman unos “guaritos” en la sala y escuchan reguetón y boleros de Daniel Santos o de Leo Marini. Hablan de ese 2008, de la desconfianza de los primeros años, del amor de los últimos.
Maritza estudia en uno de los centros educativos de la capital antioqueña, el cabo ya no es cabo, ascendió en la institución. Se vinieron a Medellín, ella porque no puede volver a su pueblo, y el para estar cerca de ella. Ambos escriben su nueva historia en ese barrio donde las casas, las de abajo, parecen rodarse por las laderas. Ella lejos de los fusiles y él, arrancándole más muchachos a la guerra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario