http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/
Hay que pactar
Entrevista a Santos Guerra
http://revista-utopia.blogspot.com/2008/10/utopa-2-entrevista-miguel-ngel-santos.html
Viene PISA del verbo PISAR?
http://eddicando.webnode.es/informacion/%C2%BFviene-pisa-del-verbo-pisar-/
LA ESCUELA QUE APRENDE
http://www.plandecenal.edu.co/html/1726/articles-312638_recurso_6.pdf
Hace dos semanas titulé mi artículo así: “Hay que votar”. Iba dirigido a todos los ciudadanos y ciudadanas en edad de acudir a las urnas. Conocido el resultado de las elecciones en muchos municipios y comunidades autónomas, hoy me voy a dirigir a los candidatos y candidatas para decirles: “Hay que pactar”. Con honradez, responsabilidad, rigor, creatividad y transparencia.
Afortunadamente nos hemos alejado de las mayorías absolutas que generan gobiernos autoritarios, poco dialogantes y poco sensibles a los intereses de las minorías. Gobiernos aficionados al ordeno y mando, al pase del rodillo en las votaciones, a la prepotencia y al desprecio de las posiciones discrepantes.
Hubiera sido deseable que la conversión se hubiera producido de forma voluntaria y no obligada, como ha sido. Los ciudadanos, con sus votos, han configurado un mapa nuevo, que exige pactos y alianzas que antes no resultaban imprescindibles. Decía Balmes: “a mi me parecen muy bien las conversiones, pero desconfío de aquellas que se producen justo en el momento en que empiezan a ser rentables”.
Esta cura de humildad ha resultado beneficiosa. Al día siguiente de las elecciones, en lugar de ponerse a decidir, en lugar de ignorar a todo el mundo, en lugar de dar la espalda a los demás, los elegidos se han tenido que poner a dialogar. Algunas situaciones han sido verdaderamente chocantes: candidatos que han realizado una campaña cargada de agresiones e insultos a otro partido, han tenido que pedir perdón porque necesitaban su apoyo para el gobierno. Los adversarios eran malos hasta ayer, pero ahora se han convertido en buenos. Otros, acostumbrados al ordeno y mando, han tenido que empezar a llamar a otras puertas para explicar lo que pretendían hacer.
El político ha de ser un profesional de la escucha. Porque una parte fundamental de su tarea es percibir con claridad lo que el pueblo desea decirle. No es fácil escuchar. Parece que basta no tener tapones en los oídos, pero es enormemente difícil. Lo primero que hace falta para escuchar es tiempo. Es tentador dar prioridad a lo urgente, dejando a un lado lo importante. Lo segundo que hace falta tener es sensibilidad para captar lo que la gente quiere decir. Escuchar sin prisas, sin ruidos, sin prejuicios, sin manipulaciones, sin cortapisas, sin engaños… Escuchar con la cabeza y con el corazón. A los propios y a los extraños. Porque se gobierna para todos y para todas.
He dicho que hay que pactar, que hay que negociar. En toda negociación hay contenidos, intereses, actitudes, principios éticos, estrategias, clima, ritmo, finalidad, argumentación… A veces trampas. Y, siempre, acuerdos o desacuerdos. Puede haber negociaciones magníficas y auténticas chapuzas.
No se nace sabiendo negociar. A negociar se aprende. A escuchar se aprende. A razonar se aprende. Se aprende de las buenas y de las malas experiencias. De los éxitos y de los fracasos. Hay un arte hermoso en la vida que consiste en saber transformar dos signos menos, en un signo más.
No se puede olvidar que el lenguaje nos tiende trampas. Es una escalera por la que se sube a la comunicación y a la liberación pero por la que se baja a la confusión y a la dominación. El problema no es que no nos entendamos sino creer que nos entendemos.
Algunos confunden negociación con chantaje. Estoy viendo estrategias de negociación que tendrían que ser calificadas de puro chantaje. “Como usted depende de mí para gobernar, le voy a imponer este criterio, le voy a exigir esta renuncia, le voy a cobrar este pago”. No es el bien de la comunidad lo que se persigue. Se trata de un abuso que se ejerce aprovechando la situación de ventaja. No se llega al acuerdo por la persuasión sino por la fuerza. Está muy claro “O esto o nada”. Y, además, el chantajista acusa al interlocutor de poca flexibilidad, de actitud soberbia, de falta de diálogo.
Otros llaman traición a la flexibilidad. Cuando se cede, cuando se da la razón al contrincante, cuando se aceptan las propuestas de terceros no necesariamente se está traicionando la ideología, no siempre se está siendo infiel a las bases. Porque si se entiende así la negociación, nunca se alcanzarían acuerdos.
Y hay quien llama habilidad al engaño. Una cosa es ser hábil y otra muy distinta es ser tramposo. No se trata de imponerse en la negociación sino de encontrar la mejor solución. Cuando se llega al acuerdo a través de la mentira, se le está haciendo un flaco servicio a la democracia. Porque el fin no justifica los medios.
Hace falta también un poco de ingenio, un poco o un mucho de creatividad. Buscar soluciones a los problemas por caminos no trillados, perseguir la solución a los conflictos por vericuetos creativos, llegar al acuerdo mediante estrategias inteligentes.
Pondré un ejemplo de acuerdo ingenioso. Un ganadero de Coín quiere dejar en testamento a sus tres hijos los bienes según unas proporciones que ha elaborado larga y concienzudamente. Ha decidido dar al mayor la mitad de los bienes, al segundo una tercera parte y al tercero una novena parte. No encuentra problemas en repartir el dinero entre los tres, pero no ve solución para el reparto de un rebaño de ovejas de extraordinaria raza. Tiene 17 ovejas. No quiere matar ni vender. Y no le salen las cuentas. Plantea el problema a sus amigos y alguien le sugiere que vaya a la Universidad de Málaga porque allí se dedican a investigar y, quizás, puedan hallar una solución al problema que le resulta insoluble.
Llega a la Universidad y pregunta por un profesor que le han recomendado por ser una persona inteligente e ingeniosa. Después de los saludos de rigor, el ganadero le presenta al profesor el problema que le trae de cabeza.
- Tome algo en la cafetería y déjeme pensar durante un tiempo, le dice el profesor.
El ganadero vuelve al despacho del profesor cargado de escepticismo. Él ha estado mucho tiempo dando vueltas y más vueltas al problema.
- ¿Qué? Imposible, ¿no es cierto?
- Pues no, he dado con la soluciio. ¡Qué maravilla! ¡Qué intucicecnproblema resuelto.
n toal, 17. Nos devuelve la oveja que le habdar una terceraparte. La terceón.
- Ya me habían dicho que era usted un sabio.
- Mire, la Universidad de Málaga le va a regalar a usted una oveja de la misma raza que las que usted tiene.
- Además de inteligente, es usted muy generoso, porque las ovejas de esa raza son muy caras. Y, ¿así se resuelve mi problema de testamentaría?
- Sí, señor. Ahora tiene usted 18 ovejas: las 17 suyas más la que la Universidad le ha regalado. ¿Cuánto le quiere dar al mayor? La mitad, ¿no es cierto? Pues la mitad de 18: 9. Al segundo le quiere dar una tercera parte. La tercera parte de 18: 6. Y al tercero le quiere dar una novena parte. La novena parte de 18: 2.
- Estoy asombrado. ¡Qué maravilla! ¡Qué intuición! Sin matar ninguna oveja, sin necesidad de vender.
Entonces el profesor concluye:
- Así que 9 para el mayor, 6 para el segundo y 2 para el tercero. En total, 17. Nos devuelve la oveja que le habíamos regalado y se va usted con el problema resuelto.
Sin soltar un céntimo, con ingenio y clarividencia, el profesor solucionó el problema del ganadero. Parecía imposible, pero había una solución. Hacía falta pensar. Con lucidez. Sin trampas. Para bien de la Universidad, del ganadero y de sus hijos.
Con las manos en la masa
He tenido la oportunidad y la suerte de trabajar tres días en la provincia argentina de San Luis. Participé en varias experiencias de formación con equipos directivos, con profesorado y con grupos de alumnos y alumnas.
El Ministro de Educación, Marcelo Sosa, asistió a la primera conferencia y, antes de comenzar, fue saludando uno por uno, nombre por nombre, a todos los asistentes. No es frecuente esa forma de proceder. Ese gesto le llamó la atención también a mi querido amigo Horacio Muros, Director de una escuela de San Rafael, que asistió como invitado a la sesión y que me escribe comentando el proceder del Ministro:
“Yo saludo uno a uno a cada docente cuando llega a mi escuela cada mañana con un beso o bien con un apretón de manos, al igual que al personal de maestranza y los administrativos…”.
Creo que esa forma de proceder dignifica a quien la practica y a quien recibe sus efectos. Cada persona es tratada como un ser particular, como un individuo especial, irreemplazable e irrepetible. Cada individuo es parte de un grupo, de un colectivo, sí. Pero, sustancialmente, es un ser único. En esa mismidad radica la esencia de la persona.
Nominatim es una expresión latina que podría traducirse de esta manera: “nombre por nombre”. Se refiere al hecho del nombramiento particular de cada persona. Después de valorar positivamente la actuación del Ministro, Horacio Muros añade lo siguiente en el correo que me envía:
“El saludo, es reconocerse en el otro, experimentar la otredad. Es un gesto tan humano que podría decir que uno experimenta sensiblemente la dignidad humana al realizarlo. Es una manera de estar con los demás. A saludar se aprende y hay que encontrarle sentido y significación a este gesto… Es el termómetro que indica el estado emocional de la gente, cuando no el estado moral. “Dime como saludas y te diré que clase de persona eres”. Podría decirse con inexorable certeza que somos como saludamos.
Los otros son otros en la medida en que son diferentes de nosotros; la otredad es entonces esa posibilidad de reconocer, respetar y convivir con la diferencia; es la única garantía de la diversidad, la que, por lo demás, hace posible esa cualidad de los seres humanos de ser únicos e irrepetibles.
En una parte de mi tesis escribo: La otredad es connatural al hombre, ser nosotros y la vivencia del nosotros es la raíz y el fundamento de toda sociabilidad que se concreta en dos dimensiones: la co-existencia y la inter-acción con los otros. La naturaleza humana está determinada por la capacidad de poder comunicar. El hombre siempre es un ser en potencia que se pregunta por el ser en acto; y, a su vez, un misterio, que únicamente se hace accesible cuando el mismo se comunica. El hombre por naturaleza es un ser social y se hace persona en comunidad de personas. Esto configura y determina a la condición humana como tal y sus posibilidades de desarrollo y concreción existencial.”….En fin, como diría Saint Exipery: “los ritos son necesarios”… Imaginas un mundo donde cada día podamos decirnos al saludar: “la paz sea contigo”…O al menos esa sea la intención del corazón de las personas cuando intercambian el gesto del saludo… Decía la Madre Teresa de Calcuta: “La revolución del amor comienza con una sonrisa”. Entonces, saludemos y sonriamos”.
La escuela, en muchas ocasiones, homogeneiza y masifica. Establece un curriculum igual para todos y para todas. Un curriculum que se desarrolla en los mismos tiempos, de la misma manera, con el mismo ritmo y en los mismos lugares. Y que evalúa de forma idéntica como si al hacerlo así se estuviera rindiendo tributo a la igualdad y a la justicia. Pero no hay forma más clara de injusticia que tratar por igual a quienes son tan diferentes. Y lo que digo para los alumnos y las alumnas, lo aplico también para el profesorado.
Las personas se pierden como números en el seno de una masa. Desaparece su identidad, su particularidad, su irrepetibilidad bajo el denominador común del colectivo.
Contaré algo más. Momentos antes de comenzar una conferencia en la ciudad de Villa Mercedes, alguien le aconsejó al Ministro que entrase en el Salón de Actos por la puerta de atrás. De esa manera no tendría que saludar a tantas personas y podría llegar más rápidamente a su asiento.
- No, dijo el Ministro, de esa manera, no podría saludar a los profesores.
En la presentación del acto, hizo alusión a lo sucedido. Y añadió, con una sonrisa:
- Si hubiera entrado por la puerta de atrás Me hubiera perdido 25 besos y dos abrazos.
Al terminar la parte teórica de la conferencia del primer día (ya dije que iba dirigida a directores y directoras) organicé una experiencia práctica sobre estilos de dirección. Se trataba de construir un pueblo con plastilina bajo una dirección de tres estilos: autoritario, participativo y permisivo. Pedí que salieran de la sala nueve voluntarios. Vi que, entre los nueve estaba el señor Ministro. Pedí que saliera uno más pensando que se ausentaba para atender las obligaciones de su cargo. Segundos después entró uno de los que habían salido:
- Sobra uno, porque el señor Ministro va a realizar la práctica.
Lamento mucho decir que no me imagino al señor Ministro de Educación de mi país haciendo esa humilde tarea. No suelo hacer muchos comentarios laudatorios respecto al poder. Pero, en este caso, me he de rendir a la evidencia. De ahí este artículo que se centra en el valor del ejemplo. Pensé colocar al Ministro a las órdenes del mando autoritario, pero preferí situarle con el mando permisivo o laissez-faire.
Siempre que pido voluntarios para realizar una práctica, les digo tres cosas a quienes no vacilan en presentarse:
- Gracias en mi nombre y en el del grupo porque no se podría hacer el ejercicio sin vosotros. Yo no puedo hacer simultáneamente todos los papeles.
- Felicidades porque habéis asumido un riesgo, ya que desconocíais la naturaleza y la finalidad de la práctica.
- Enhorabuena porque vais a aprender mejor aquello que se pretende mostrar ya que lo vais a hacer y no solo vais a ver lo que otros hacen, como sucede con el resto.
El Ministro participó como uno más en el trabajo y luego en el análisis de lo que había ocurrido. Cuando pedí que salieran al frente los participantes en cada grupo, él salió como los tres restantes y se sometió a las preguntas que les hicimos sobre lo que había sucedido en su grupo.
No es fácil ver a un Ministro con las manos en la masa. A las autoridades les suele gustar más parapetarse detrás de la mesa del despacho, recibir informes sobre la realidad y lanzar prescripciones que, muchas veces, tienen poco que ver con lo que necesitan, sienten y viven los docentes en las aulas.
A esto que hizo el Ministro de Educación de la provincia de San Luis, se le llama predicar con el ejemplo. No puedo por menos de celebrarlo. Estoy convencido de que no hay forma más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo.
Hay que votar
Mañana, domingo, se celebran elecciones municipales en Málaga. Es necesario ir a votar. Se trata de un deber ciudadano que no se puede soslayar bajo la excusa de la corrupción rampante de algunos políticos y de la terrible crisis económica y moral en la que nos hallamos. Ni el escepticismo, ni la desesperanza, ni la rabia, ni la pereza deben ser obstáculos insalvables. Hay que ir a votar.
No todos los políticos son malos. No todos los políticos son iguales. Digo, en primer lugar, que no todos los políticos son malos. No todas las políticas son malas. Creo que es antidemocrática esa condena generalizada, ese desprecio sin matices, esa descalificación categórica: “Todos son unos chorizos, todos son unos sinvergüenzas, todos son unos ladrones… Todos y todas”, dicen algunos. Pues no es verdad. No me gustan las bromas que descalifican sin piedad, que muestran una aversión visceral hacia quienes se dedican a la política. Es un planteamiento injusto, desleal y peligroso. Digo peligroso porque, en buena lógica, ese discurso nos llevaría a la idea de que es mejor un régimen dictatorial en el que uno solo mande, imponga, amenace y haga callar. Entiendo, por contra, que hay mucha gente honesta en la política, gente sacrificada, altruista inteligente y generosa. Gente que quiere dedicar su vida al servicio del bien común. Decía Emilio Lledó hace unos días refiriéndose a los políticos: “Todo su ser es darse Su lucha es esa mirada generosa en busca de la justicia, de la belleza, de la bondad y de la verdad”.
Y digo también que no todos (ni todas) son iguales. No me gusta esa manía de meter a todo el mundo en un saco y poner fuera una etiqueta negativa. “Podrido”. “Da igual a quien votar, dicen algunos, porque todos son iguales”. Siempre que se afirma esto no se piensa en una igualación positiva, sino en una descalificación general. Lo que se quiere decir es que todos son igual de sinvergüenzas. No es verdad. Hay muchos tipos de personas que se dedican, transitoria o permanentemente, a la política. No solamente porque hay personas diferentes, sino porque hay programas muy distintos. Sí, hay dos grandes tipos de políticos: los inclasificables y los de difícil clasificación.
De las dos premisas anteriores se deriva la necesidad de ejercer el derecho al voto. Y de hacerlo de forma responsable. Lo cual significa que hay que votar. Y que hay que conocer qué es lo que propone cada uno de ellos (o de ellas). Es decir, hay que saber qué y a quién se vota. Y por qué. Por esos me gustan más los debates que los mítines. Porque permiten saber quién es quién.
Hay un tercer prejuicio que se deriva del segundo que acabo de comentar. Me refiero al que afirma que no hay derechas e izquierdas, que no hay diferencia de propuestas, que no hay distinción entre las opciones. Creo que no es cierto. Creo que es muy diferente un programa de derechas y otro de izquierdas. (Ya sé que estoy simplificando la cuestión, pero el espacio de que dispongo no me permite más amplitud en las argumentaciones)
Me voy a mojar.
Y voy a decir que prefiero un programa de izquierdas porque responde mejor a mi concepción de la sociedad. Cuando pienso en cuestiones importantes (educación, sanidad, distribución de los bienes, solución de conflictos, seguridad, divorcio, aborto, homosexualidad, religión, medio ambiente, igualdad, libertad, solidaridad…) veo que la izquierda hace propuestas que coinciden más con mis ideales, con mis deseos, con mis concepciones… Por consiguiente, voy a votar a la izquierda.
Diré más. Independientemente de siglas e ideologías, voy a votar a una persona (o unas personas, mientras no haya listas abiertas) que tengan una trayectoria intachable. Es decir, personas honradas, personas de bien, personas que tengan principios y no solo palabras.
Y más, Creo que el modo de gobernar de los varones está ya muy contrastado. Nosotros tenemos un estilo de gobierno que no ha sido muy exitoso. No digo que porque gobierne una mujer, todo va a hacerlo bien. No digo que vaya a hacerlo mejor que un hombre. Pero sí creo que su estilo, su modo de entender la vida, la realidad y la historia es peculiar. Bien es cierto que una mujer puede copiar los esquemas, los estilos, los hábitos del hombre por ser los que se estilan. Pero creo que si gobernasen según su talente y particular idiosincrasia nos iría mucho mejor. Por consiguiente, votaré a una mujer.
Voy a utilizar otro criterio, aunque sé que de forma menos decisiva que los anteriores. Me voy a inclinar por una persona relativamente joven, con experiencia política, Porque la política mira al futuro y los jóvenes tienen una visión de la realidad diferente a la de quienes han atravesado ya muchos años en puestos políticos.
Y, después de votar, ha de seguir la participación. Las urnas son la cuna, no el ataúd de la democracia. Hay que tomar nota de lo prometido. Porque es preciso exigir el cumplimiento. No bastan las promesas. Hacen falta hechos y explicaciones.
La vigilancia de la ciudadanía ayudará a que los políticos actúen de forma honesta y transparente. Hay que pasar de una mentalidad ingenua a una mentalidad crítica, como día Paulo Freire. No valen todas las explicaciones, todos los hechos, todas las promesas, todas las alianzas. Hay que exigir que esa cercanía (casi asfixiante) que los políticos y las políticas muestran en campaña electoral se mantenga cuando termina el recuento de votos y empiezan a celebrarse los resultados. No se puede olvidar lo que se dijo sobre la importancia de escuchar a la ciudadanía, de conocer sus necesidades y demandas. Quiero recordar a los políticos y a las políticas el aforismo chino referido a la amistad y que ahora atribuyo a la política: “Recorre frecuentemente el camino que lleva al huerto del ciudadano, de lo contrario crecerá la hierba y no podrás encontrarlo fácilmente”.
En el buen entendido de que el ciudadano no es una persona pasiva, que espera con los brazos cruzados a juzgar lo que hacen los demás, sino que es un individuo activo, comprometido, trabajador y responsable. Y una persona que participa en la construcción de una ciudad justa, hermosa, ecológica, silenciosa, limpia, culta, solidaria, habitable. Una ciudad creativa e inteligente en las que se pueda vivir dignamente. Todos y toda. Porque si la ciudad se construye para adultos conductores, apresurados, malhumorados, egoístas e insolidarios, no pueden vivir en ella los niños, las mujeres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados… Mi querido y admirado amigo Francesco Tonucci dice que una ciudad construida con el parámetro de un niño, es una ciudad en la pueden vivir todos y todas felizmente.
La cultura fracasa, dice mi también amigo José Antonio Marina en el libro “La cultura fracasada”, cuando en ella no se puede vivir dignamente. Propondré para terminar este lema que me ha servido mucho en la vida: “Que mi ciudad sea mejor porque yo vivo en ella”. Y, para que sea mejor, hay que ir a votar.
Tantos y tan enormes milagros
Este artículo no tendría que firmarlo yo. Su autora es Francisca Muñoz, mi médica de cabecera y de corazón a quien ya mencioné en esta sección a causa de la carta de agradecimiento que escribió a los profesores de su hijo pequeño cuando acabó la escolaridad primaria.
Hoy voy a reproducir íntegramente (el lector comprobará al leerlo lo acertado de mi decisión) el texto que le envió a su profesor de Lengua y Literatura cuando, no hace mucho, se jubiló de sus tareas docentes).
Pretendo al hacerlo dos cosas complementarias. Mostrar, en primer lugar, la influencia maravillosa que los profesores pueden tener cuando realizan su tarea con acierto y pasión. Se verá en esta carta –tan coherente en su estilo con el contenido del texto- cómo la acción de un profesional marca la vida de una persona. En segundo lugar, hacer patente la inteligente forma de aprender de aquella alumna adolescente (hoy excelente profesional de la medicina) y su sensibilidad para devolverle al profesor la gratitud por su buen hacer.
Estoy segundo de que aquel profesor tuvo algunos alumnos en cuyas mentes y corazones no caló de la misma manera el mensaje. La semilla ha de ser buena, pero la tierra que la recibe necesita una calidad y unas atenciones para que fructifique.
Reproduzco íntegramente el texto. Es el núcleo de mi artículo de hoy. De modo que Paqui muestra en él su gratitud hacia su profesor y yo muestro mi felicitación por sus hermosos sentimientos y por su capacidad para el aprendizaje.
“Yo tuve un profesor de Lengua y Literatura.
Contra todo pronóstico, lo que nos enseñó, no solo me ha acompañado toda mi vida, sino que tiene milagrosamente plena vigencia y actualidad.
Y no era de esperar por varias razones: la primera, teníamos alrededor de diecisiete años, esa edad entre la fragilidad y la insolencia en la que la influencia de los adultos no se reconoce ni bajo tortura; la segunda, eran tiempos de rebeldía social, todo tenía que ser de utilidad demostrada, todo estaba en tela de juicio, incluidas, por supuesto, las reglas gramaticales, el diccionario y las obras literarias más reconocidas; y tercero, éramos una clase de ciencias “puras”, a ver qué nos podía aportar a nosotros, futuros matemáticos, médicos, o economistas, el estudio de las palabras, por muy simpático, cercano a los alumnos o “enrollado” que fuera el profesor.
Pero nos equivocamos de todas todas. Y nos fuimos dando cuenta con el paso del tiempo cuando nos descubrimos utilizando su legado silencioso en formas muy diversas y sobre todo, cuando nuestros errores de adultos, mucho más graves, nos bajaron de ese pedestal de falsa seguridad y prepotencia que da la ignorancia.
Porque no fue solo lo que aprendimos sino cómo nos lo enseñó.
Porque su objetivo no fue el conocimiento del contenido sino el reconocimiento del continente.
Porque su diana no estaba en el estudio de los fonemas, la raíz de los vocablos o la compleja mezcla de palabras en aquellos castillos de análisis sintáctico de frases subordinadas y coordinadas, martirio de cualquier bachiller.
Porque con él aprendimos que lo realmente importante de las palabras eran las personas que las utilizábamos, lo que nos comunicaban, lo que entendíamos o dudábamos, más aún, lo que sentíamos ante ellas y por ellas, lo que pensábamos cuando las dábamos y las recibíamos. “Lo más importante del comentario de texto es la opinión personal”, decía, mientras nosotros le mirábamos de reojo sudando una respuesta personal e intransferible que no estaba escrita en ningún sitio.
Porque nos enseñó que el receptor (nosotros) y el emisor (un prestigioso autor) éramos equiparables, personas cómplices en un intercambio continuo y que el valor del mensaje no estaba en su estructura sino en el interior del que lo emitía y en el del que lo recibía, en la emoción que suscitaba o en la idea que hacía surgir en nuestros cerebros casi recién estrenados y así, reconocidos y validados; en nosotros, medio niños, medio pobres, medios.
Porque sorprendentemente eso nos daba mucho valor a nosotros mismos, como protagonistas del lenguaje y por extensión, de la vida, de una vida, la nuestra, a una edad en la que se precisa una dosis de autoafirmación cada ocho horas y en que la principal certeza es la incertidumbre.
Porque aprendimos que una palabra es correctamente usada cuando comunica, dice, reclama, critica, apoya, consuela, discrepa, argumenta, enamora, o maldice, como reconocimos en tantos textos que nos hizo desmenuzar como un azucarillo en un café, para después beberlos a sorbitos durante el resto de nuestra vida.
Porque nos hizo descubrir que, fuese cual fuese el oficio que eligiéramos, o que más bien nos eligiera, estaríamos abocados a esa bendita maldición de comunicarnos en todas nuestras acciones.
Porque nos enseñó que el arte es una de las pocas razones por las que uno puede sentirse orgulloso de pertenecer al género humano, y que se escribe con minúsculas, y que también estaba en nosotros, no solo en esa pieza musical, escena de teatro, texto o cuadro, sino en la luz que milagrosamente encendía en esa cueva limpia y oscura que es el alma en construcción de un adolescente.
Ahora todo lo que aprendimos forma parte de su legado, de ese gran tesoro que nos regaló a tantos tanto tiempo y que, instalado en nuestro disco duro nos persigue como una maldición en nuestra vida de adultos: la de querer conocer, la de querer opinar, la de querer pensar, la de querer querer, la de querer ser.
Yo tuve un profesor de Lengua y Literatura.
Gracias, a él y a toda esa generación de profesionales de la enseñanza pública, que con su trabajo discreto y anónimo han sido capaces de tantos y tan enormes milagros cotidianos”.
No hay mucho que añadir. El texto habla por sí mismo. Es elocuente y muestra bien a las claras lo eficaz del aprendizaje. En ocasiones no somos conscientes de las cosechas que producen las sementeras de la educación. Claro, la de los buenos profesores. Lamentablemente, podemos encontrarnos con otros que aplastan el deseo de aprender y generan aburrimiento y rabia. Porque hay torpeza en la forma de ejercer la profesión y desamor en la manera de relacionarse.
Permítaseme añadir una breve y sentida referencia a la importancia de la escuela pública. Por ser la escuela de todos y de todas, por ser la escuela para todos y para todas. Hace años escribí un artículo titulado: La escuela publica o la causa de la justicia.
Hasta el título de este artículo es hermoso. Lo he tomado del texto que he querido glosar. Son muchos los milagros que produce la enseñanza. Milagros tan duraderos como la vida de los alumnos. El recientemente fallecido Rubem Alves escribió hace años un libro titulado “La alegría de enseñar”. De él extraigo esta cita: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”. Así es.
Mi última clase
El pasado día 5 de mayo impartí la última clase de mi vida laboral. Una clase de varias horas, que cerraba la asignatura “La evaluación como aprendizaje”, materia que forma parte del curriculum de un master departamental que lleva por título “Políticas y prácticas de innovación educativa”.
Ha sido casi imposible resistir la emoción que, desde días antes, me invadía. Recordaba la primera clase que di a un numeroso grupo de alumnos de Primaria en el colegio Auseva de Oviedo, en el día de apertura del curso escolar del año 1961. Recuerdo cómo subía las escaleras, con el corazón alborotado. Iba a ver las caras de mis primeros alumnos.
Han pasado más de cincuenta años. Un suspiro. No sé muy bien cómo ha podido transcurrir todo ese tiempo en un abrir y cerrar de ojos, de la noche a la mañana. No he pedido una sola baja, no he vivido ninguna deserción, no he protagonizado ningún desfallecimiento. Afortunadamente.
Ojalá que los jóvenes que empiezan lo hagan con la mitad de la ilusión con la que yo termino. Habré causado daños, habré cometido omisiones lamentables, habré incurrido en errores garrafales. Por todo ello pido disculpas a quienes perjudiqué indebidamente y a quienes no ayudé en la medida que necesitaban.
Tengo que agradecer miles de cosas a mis alumnos y alumnas de todos los niveles del sistema educativo. A los de Primaria de Oviedo, a los de Secundaria de Tuy, a los del Colegio La Vega de Madrid, a los que tuve en la Universidad Complutense, en el CEU, en la UNED y, finalmente, en la Universidad de Málaga. Miles de cosas relacionadas con la mente y también con el corazón. El título del primer libro que escribí, “Yo te educo, tú me educas”, sintetiza muy bien mi pensamiento y mi actitud ante ellos y ante ellas. Los alumnos y las alumnas son nuestra razón de ser. Sin alumnos no habría necesidad de profesores.
Esa última clase del día 5 tuvo dos partes. En la primera abordamos algunas cuestiones teóricas sobre metaevaluación y analizamos algunas experiencias a través de la técnica de la entrevista colectiva.
En el descanso fui sorprendido por una oleada de emociones. El grupo habría preparado una estupenda merienda y había comprado una tarta en la que dos velas (un 5 y un 4) formaban un número que se les antojaría a ellos y a ellas, tan jóvenes, una cifra desmesurada. En una tarjeta escribieron frases emocionadas de agradecimiento y de felicitación que me hicieron soltar alguna lágrima.
Reanudamos la sesión para abordar, a través de un pequeño documento, 25 principios que deberían presidir las evaluaciones de diagnóstico. En pequeños grupos primero, luego en plenario.
Pasito a paso nos íbamos acercando al momento final. Todo llega en la vida, aunque nos parezca lejano. De pronto, llegó el final. Planteé una singular técnica de evaluación para hacer la valoración de la asignatura. En el encerado fueron dibujando y escribiendo sus sentimientos, sus ideas, sus valoraciones a través de imágenes y palabras. Ya sé que se trata de una técnica limitada puesto que todos y todas quienes escriben lo hacen en presencia de su profesor que se despide, de su profesor que les va a calificar. El encerado se fue llenando de ideas y de emociones. Yo también participé expresando lo que había vivido durante la asignatura.
Llegó la hora del adiós. En cada clase les había hecho el pequeño regalo de un texto significativo sobre lo que habíamos trabajado. Para ese momento elegí un breve artículo que escribí hace años y que se publicó en esta misma columna, titulado “Los adioses”. Decía en él: “Hay que preparar el corazón para los adioses Para recibirlos cuando nos vamos y para darlos cuando alguien se va. Hay que saber encajar los adioses de manera que nos hagan fuertes y sólidos en la vida emocional. Nuestro yo se hace fuerte a fuerza de dar y recibir adioses”.
Leí como pude aquel texto. Un texto que hablaba de múltiples adioses y que terminó (no podía ser de otro modo) con el adiós de la jubilación. “Hoy me jubilo definitivamente: adiós, queridos alumnos, queridas alumnas. Adiós”.
Luego hubo muchos abrazos y muchas lágrimas. Algunas mías. Era un momento de felicidad y de tristeza. De fin y de comienzo, de encuentro y de separación.
Asistieron a esa clase tres personas singulares. Dos que habían cursado la asignatura sin estar matriculados. Lo cual dice mucho de su afán de aprendizaje y de su escasa obsesión por los aprobados y los títulos. Y un exalumno que quiso compartir conmigo las últimas horas de mi profesión. Y, al final, para poner el broche de oro, llegaron a la clase dos queridas compañeras del Departamento con una preciosa orquídea como regalo de despedida. No hay otra profesión que ofrezca recompensas tan profundas.
Dice Rubem Alves en su precioso libro “La alegría de enseñar”: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna manera seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”.
Quise rendir homenaje en ese pequeño grupo a todos los alumnos y alumnas de mi vida. Lo hice de una manera simbólica y a la vez pragmática. Anuncié que todos y todas iban a tener la calificación de sobresaliente. Era una manera de redimir mis equivocaciones a la baja, es decir, de reparar de algún modo las injusticias que, sin duda, habré cometido en las calificaciones.
Quisiera que mis lectores y lectoras entendieran este artículo no como una reflexión personalista sobre mi experiencia profesional y sobre el momento de la jubilación sino como una reflexión sobre la importancia de la carrera docente. Empecé a dirigir hace años una tesis sobre este inquietante asunto: ¿cómo envejecen los profesores en la enseñanza? Lamentablemente, el doctorando enfermó de gravedad y tuvo que desandar el camino que había recorrido.
Aunque este es un artículo que se abre con mi despedida quiero aprovechar la ocasión para plantear tres cuestiones de carácter genérico: Primera: ¿Qué es lo que nos hace vivir la experiencia de manera enriquecedora y optimista y qué es lo que erosiona nuestras ilusiones iniciales? ¿Cómo es posible que con parecidas circunstancias unos pidan la jubilación anticipada y oros no quieran retirarse? Segunda: ¿Por qué hay que jubilarse obligatoriamente de una tarea que puedes y quieres hacer? ¿No se podría acusar a quien esto ordena de discriminación por la edad? Tercera: ¿Qué es lo nos hace aprender de la experiencia vivida? Creo que no es tanto lo que nos pasa cuanto la reflexión rica y exigente sobre lo que nos pasa.
La actitud positiva ante la vida que me ha brindado esta bendita profesión hace que pueda repetir lo que dijo el escritor francés Edmond Rostand el día de su 80 aniversario cuando se miró en el espejo: ¡Desde luego los espejos ya no son lo que eran!
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