Los mejores maestros
Silvia López de Maturana, investigadora chilena, eligió como objeto de su tesis doctoral indagar sobre los rasgos característicos que perfilan a los “buenos maestros”. Como método de su pesquisa, priorizó recoger historias de vida de once reconocidos profesionales de la docencia en Valencia, España. Posterior a su titulación, completó su estudio con cien historias de maestros chilenos.
Abordó las historias de vida como método de investigación, porque, en definitiva, los buenos maestros no se hacen de la noche a la mañana, ni siquiera se forjan en las universidades. La academia les aporta en su estructuración; su ejercicio docente los pule, les da elementos de mejora. Pero son sus historias las que subyacen en el soporte de su reconocida calidad docente. De ahí la recurrencia a ese modo de exploración para indagar, más que las prácticas pedagógicas y su impacto en la escolaridad, la forma como desde sus primeros años fueron construyendo su vocación, deseo y necesidad de hacer su vida mediante el ejercicio de la docencia. Presumió la investigadora que para identificar los rasgos recurrentes de los buenos maestros no es suficiente darlos por explicados con las connotaciones expresadas por los estudiantes, padres de familia y comunidades educativas, quienes los reconocen como cariñosos, dedicados, cercanos, accesibles, etc. Más que eso, están comprometidos con un proyecto educativo que les exige afinar particulares características:
Los buenos maestros son conscientes de la relevancia y trascendencia de sus acciones en los alumnos, sus colegas y la sociedad. Su opción ética es hacer bien su trabajo docente, para que sus estudiantes aprendan de manera significativa; saben que de nada sirven sus clases si ellas no permiten a sus pupilos avanzar con pensamiento crítico en la comprensión del mundo en que viven, para transformarlo, y formarse como ciudadanos íntegros.
Son referentes para otros profesores, que encuentran en sus modos pautas de dónde nutrirse creativamente. Con el análisis y la evaluación compartida de sus prácticas, buscan permanentemente nuevas estrategias que respondan a las necesidades de los alumnos y de la sociedad. Su compromiso político impulsa cambios radicales en la cultura profesional, para recuperar la importancia y trascendencia del ejercicio docente y la responsabilidad de garantizar el aprendizaje de sus alumnos; se integran críticamente al sistema y rechazan la adaptación pasiva que limita y enajena su papel en la escuela.
Los buenos maestros tienen habilidad para suscitar el gusto por aprender, enseñan a resolver problemas, no solo de matemáticas -problemas de la cotidianidad, que son los que tejen la existencia del ser humano-; consiguen que los niños y niñas aprendan de sí mismos, que sean tutores en sus particulares destrezas; aceptan que tienen mucho por aprender; dejan huellas de formación en sus estudiantes, estilos de vida y avidez por el conocimiento; detectan en su práctica los vacíos que marcan las necesidades de su continua formación; más que transmitir conocimientos, saben incentivar la disciplina de la búsqueda, de la investigación, de la pregunta. El afecto que sienten por su trabajo y sus alumnos es otro rasgo de su identidad, que no riñe con la cientificidad profesional; están formados “con el rigor propio del científico y la emotividad del artista”.
De nada vale que tengamos excelentes escuelas y colegios, costosas dotaciones con tecnología de punta y los mejores recursos para el aprendizaje, si no tenemos lo esencial: ese ser humano que acompaña amorosamente -esta es la palabra precisa- en la construcción de proyectos de vida.
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